La lluvia me empapa, pero me importa muy poco, es casi mágico sentirla correr por la piel de forma torrencial. Queda todo tan lejos de aquí, de este momento de soledad en el que el dolor apenas me deja un segundo de plena lucidez.
Qué lejano queda todo, incluso el instante en el que hace unos segundos miraba la lluvia desde la ventana y el sufrimiento era intenso, apenas lo puedo soportar, diciéndome que no vale la pena continuar aquí porque, además, ya sólo es cuestión de días, quizá algún mes y además yo tengo mucho miedo, sobre todo al dolor.
Le dije en una ocasión a mi amigo Fermín Estrella que me llamaron Alfonsina porque quiere decir dispuesta a todo y ahora lo estoy más que nunca.
No recuerdo nada de Lugano, simplemente me dijeron que nací allí, pero yo he sido siempre argentina, aquí esta mi corazón, mis palabras, mis primeros recuerdos de cuando tenía cuatro años y estaba en San Juan, en el umbral de mi casa, sosteniendo un libro del revés mientras miraba a la gente que pasaba. De entonces recuerdo que siempre me consideré una niña fea con la cara redonda y regordeta.
Posiblemente ocurrieron muchas cosas importantes pero yo sólo recuerdo aquello de cuando era tan pequeña y cuando nos marchamos a Rosario. Una familia pobre. Mi madre puso una pequeña escuela domiciliaria y, posteriormente, mis padres abrieron el Café Suizo, cerca de la estación del tren. Me encantaba mirar pasar los trenes en los ratos libres en los que a mis diez años atendía las mesas y fregaba los cacharros. Pero siempre había un rato para sentarme a esperar su paso y escribir algún verso o describir la realidad en un papel. Pero el café fue un fracaso cuando papá murió y entonces yo me empleé en una tienda de gorras para ganar algún dinero.
Entonces llegó la compañía de teatro de Manuel Cordero y quiso la suerte que pudiera sustituir a una actriz que enfermó.
Mi madre me dejó ir con ellos y se abrió un mundo nuevo para mí representando “Espectros”, de Ibsen; “La loca de la casa”, de Galdós; y “Los muertos”, de Florencio Sánchez. Era una niña que a mis trece años parecía una mujer y la vida me pareció que apenas valía la pena porque el ambiente me aplastaba cada día y regresé a casa para escribir mi primera obra de teatro.
Con mi madre casada otra vez y sintiéndome fracasada, ya tenía muy claro lo dura que era la vida y que nadie me iba a regalar n
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